El deteriorado capital humano: El déficit estructural más difícil de resolver
En el discurso de barricada, tanto los dirigentes políticos en campaña como los gremialistas cuando negocian y hasta la gente en círculo de amigos, toman nota de ciertas circunstancias que deberían invitar a la acción. Todos recalan en lugares comunes, frases hechas y demagógicos planteos, adulando invariablemente a quienes han accedido a un puesto de trabajo por el solo hecho de tenerlo, como si se tratara de una cuestión azarosa.
Alguien que está en la actividad laboral, en cualquier posición y rubro, es siempre un sacrificado miembro de la comunidad que merece ser alabado linealmente por sus supuestos logros y conquistas.
La realidad no es esa y mucho menos en términos absolutos, como lo muestra la inmensa mayoría de los halagadores seriales, que buscan aplausos fáciles recurriendo a este relato simplista, incompleto y engañoso.
Muchos asalariados tienen grandes méritos, pero no se realizan como personas y consiguen los medios para vivir con la dignidad que su ingreso les permite solo por tener un lugar en el que desarrollan sus talentos. Lo elogiable en esas escasas historias que no abundan, es que tienen verdaderas ansias de progreso y eso los lleva a aprender, a esmerarse, a buscar oportunidades sin cruzar los brazos para sólo hacer lo indispensable.
Los mejores muchas veces comparten ámbitos con los mediocres, pero eso no ocurre por decisión de algún perverso empleador, sino que es la consecuencia de una secuencia de creencias incorrectas que han sido instaladas como dogmas irrefutables que no aceptan cuestionamientos. La existencia de esos retorcidos criterios que hoy rigen, nació con las visiones ideológicas que priorizan la igualdad por sobre cualquier otro valor, y así aparecen la fuerza de ley que impone, por ejemplo, que todos tengan similares salarios solo porque pertenecen a un eventual convenio colectivo.
Bajo ese inmoral régimen, los mas eficientes perciben lo mismo que quienes no desean aprender ni desarrollar nuevas habilidades, castigando así a los mejores y premiando a los más grises. Casi todo funciona así por aquí. Un esquema como este, inevitablemente, desestimula a los que sienten que su ahínco extraordinario no tiene sentido alguno para nadie y que se puede vegetar en un lugar sin que eso implique sufrir secuelas negativas. Ni hablar de cuando esa matriz ocurre en en cualquier jurisdicción del sector estatal, porque ahí se agrega el blindaje que tienen los que están en planta permanente y que impide despedir a ese personal, convirtiéndolos en intocables miembros de una casta especial de servidores públicos.
Esto no sucede por casualidad, sino que cuenta con la explicita connivencia de esos personajes que mantienen a sangre y fuego sus propios “kioscos”. Pasa en la política y en el sindicalismo también, pero nada de esto podría pasar si la sociedad no avalara estos dislates con tanta liviandad y complicidad. Mucha gente no comulga con esta mirada, pero considera políticamente incorrecto romper con dicha dinámica por temor a recibir criticas de los interesados directos, esos que usufructúan privilegios especiales sin pudor y que entienden que tienen un indiscutible derecho adquirido vitalicio.
El término trabajadores ha sido tergiversado. Pareciera que solo están allí los que tienen una remuneración ofrecida por algún empleador, cuando en realidad los empresarios y también los independientes –esos que emprenden por cuenta propia– deberían ser parte del mismo concepto.
Hoy existe un dilema mayor y de enorme envergadura, provocado por múltiples desmadres, pero también por el escandaloso fracaso del sistema educativo que actualmente se sigue defendiendo y por la destrucción de los valores esenciales de una sociedad que pretende verdaderamente evolucionar. En tiempos difíciles como estos, aún si mañana mismo toda la macroeconomía se enderezara mágicamente y florecieran inversores, nuevas empresas y oportunidades laborales, la calidad promedio del capital humano local es inaceptable en el presente y también de cara al futuro.
Vivimos en una sociedad en la que la impuntualidad es regla, la palabra empeñada perdió jerarquía, el conformismo es un hábito naturalizado y los adultos no tienen sueños ni un plan de vida que se traduzca en grandes aspiraciones personales. Todo se ha devaluado de un modo alarmante. Los mas jóvenes, esos que culminan su formación escolar, rara vez pueden escribir sin faltas de ortografía, tienen gigantescas dificultades para resolver operaciones matemáticas sencillas, y lo más grave, no siempre alcanzan a comprender consignas básicas ni retenerlas para luego ejecutarlas. Aunque todos los planetas se alinearan, no existe el capital humano suficiente y de alta calificación que esté a la altura y que pueda ofrecer elevados niveles de productividad que ameriten retribuciones interesantes.
Aquello de que el Estado emplea porque las empresas no captan mano de obra ha terminado trágicamente. Casi todos los que se han desempeñado en el sector público son irrecuperables para el sistema. Ningún inversionista serio les abrirá la puerta a los que no están calificados ni se esmeran, porque no se adaptarían a los exigentes estándares de la actividad privada.
Hay mucho por hacer, demasiado por arreglar. Se necesitan cambios inmediatos a nivel de la legislación laboral y una dirigencia que priorice el futuro de cada individuo por sobre sus mezquinos intereses corporativos.
Claro que también la sociedad debe reflexionar acerca de qué clase de futuro pretende. En ese sentido, cada persona tiene que revisar sus actitudes porque esa parte del cambio es indelegable.
Progresar implica hacer esfuerzos sin medias tintas, apostando por lo que viene sin regatear dedicación ni especular con compensaciones para dar lo mejor de sí mismo.

Periodista. Consultor en Comunicación. Presidente de la Fundación Club de la Libertad (provincia de Corrientes). Liberal libertario, defensor de los derechos individuales y los mercados libres.
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