Agresividad social, colectivismo y politización

Parece que estamos asistiendo a un incremento de la agresividad social por un lado, y de irresponsabilidad por el otro. Presenciamos una verdadera crisis de racionalidad. ¿Debemos acostumbrarnos a la irracionalidad humana, la que impresiona ser la «moneda corriente» de nuestros días? Los comportamientos más inverosímiles e inesperados aparentan estar a la orden del día. Conductas incomprensibles de los demás deberían dejar de sorprendernos, ya que da la sensación de que se extienden. No solo ocurren en nuestro entorno más inmediato, sino que las noticias nos dan cuenta de ellas casi asiduamente.

En el campo laboral noto la falta de profesionalismo y de respeto, la improvisación constante, y la ausencia de esfuerzo y compromiso, que en conjunto son las más importantes y acusadas falencias de nuestra sociedad. Pero esto no es más que una extensión de lo que ocurre en planos más cotidianos de la vida social. Se traslada a lo laboral porque se expande una forma de conducta, una manera de ser, de un ámbito hacia otro.

Esto nos obliga a redoblar la búsqueda con la esperanza de encontrar ese «cisne negro» que marque la diferencia en medio de la mediocridad reinante que nos rodea. La que es producto de un proceso de masificación que se intensifica y se acrecienta, propagándose a través de los medios masivos de comunicación, hogares y centros educativos.

La sociedad argentina es muy propensa a adherir a toda clase de colectivismos.

Este declive cultural y social lo atribuimos a la filosofía estatista reinante que domina las mentes y las costumbres humanas, y que lejos de amortiguarse como aseguran algunos, mantiene –a nuestro juicio– su ritmo ascendente. Es fruto de un proceso largo, lento y continuo que hemos denominado politización.

Es evidente que este relajamiento cultural y educativo tiene raíces muy profundas. Las tradiciones no cambian por arte de magia, ni por generación espontánea. Existe una relación de causalidad para todo, como la hay también para esta notable decadencia social. Vivimos en medio de una sociedad colectivista, cuya «filosofía» enseña que la responsabilidad individual es un mito que ningún beneficio reporta, porque es el colectivo el que debe proveer para nuestras necesidades. ¿Pero quién o qué es el colectivo? El colectivo como tal no existe, es una entelequia, una construcción mental. Algunas veces es el Estado, la sociedad u otras etiquetas, según convenga a quien eche mano al término.

Pero desafortunadamente para esos fabuladores, las acciones y omisiones no recaen en entes imaginarios, sino en personas concretas, por lo que en definitiva, el colectivo se reduce simplemente al otro. Y si el otro es responsable, nosotros dejamos automáticamente de serlo. Esto es un mito, pero es el mito dominante, y es grave porque estamos adiestrados desde pequeños para acomodarnos a uno o más de los mitos corrientes popularmente aceptados. Los mitos socialmente admitidos no son fáciles de destruir por nuestra natural resistencia al cambio, cifrada en el temor al rechazo y lo desconocido.

El individuo vs. el colectivismo: la eterna lucha.

El colectivismo es esencialmente primitivo. Es un claro signo de retraso social cuando se manifiesta en tiempos actuales. El colectivo remonta sus orígenes a la tribu prehistórica y encuentra sus antecedentes más remotos en la manada animal. En consecuencia, es un signo y símbolo de bestialidad que siempre ha estado presente en el transcurso de las eras. La evolución se traduce como la salida de la sociedad tribal hacia la sociedad liberal a lo largo de los siglos. Pareció que el punto culminante de este largo proceso evolutivo había llegado entre los siglos XVIII y XIX, pero el surgimiento del marxismo y sus derivados (el comunismo, el fascismo y el nazismo) durante el siglo XX mostraron que no fue así.

¿Cómo pudo suceder este retroceso? En parte, por lo que se dio en llamar «marxismo cultural», que logró imponer cierta tergiversación del lenguaje y que encontró adhesión por muchos de sus «intelectuales» que se dedicaron entusiastamente a propagarla. Así, por ejemplo, la palabra colectivismo fue reemplazada por la de progresismo, lo que le daba cierto tinte más pasable y hasta respetable. Progresista sonaba menos primitivo que colectivista, e incluso parecía ser su antónimo aunque no lo era. Basta con que se tilde a cualquier idea aberrante o irracional como progresista para que inmediatamente adquiera cierto realce y merezca consideración.

El colectivo equivale en el marxismo a la clase social, donde se plantea una supuesta lucha de clases. En el colectivismo se produce la misma lucha pero entre colectivos, donde la clase y el colectivo son sinónimos. Conforme a la dialéctica marxista, la sociedad (dividida en clases o colectivos) es el escenario donde las clases luchan entre sí en una contienda donde una explota a la otra, y todo termina cuando una logra su liberación venciendo y explotando a su contraparte.

Los colectivismos y los fanatismos nunca condujeron a nada bueno. La historia misma lo demuestra.

El colectivismo representa esta lucha de colectivos donde todos intentan explotarse mutuamente y salir triunfadores del enfrentamiento. En esta visión, la humanidad entera es un brutal campo de batalla donde la misión y el destino de unos colectivos es el de aniquilar a los demás.

Contrariamente, el enfoque liberal es de una atmósfera de cooperación social, único sistema idóneo para limar las diferencias entre individuos y no entre colectivos. Pero esta orientación no es la generalmente admitida. Las consecuencias prácticas de la «filosofía» colectivista consisten en que cada individuo es enemigo potencial o real de otro individuo, dependiendo del colectivo al que pertenezcan. No interesan las características personales, sino cuál es la adscripción de los individuos a tal o cual colectivo.

Según las modas políticas, las etiquetas de estos colectivos van cambiando de tanto en tanto. Otrora estaba en boga el colectivo judío y el ario (según los nazis), el obrero y el burgués (según los socialistas), el estatista y el antiestatista (según los fascistas), etc. Mientras tanto en la actualidad, los colectivos son otros: el feminista, el homosexual, el abortista, etc., y sus aparentes «opuestos”: el machista, el heterosexual, el antiabortista y varios otros. Es decir, se repite la dialéctica de la «lucha de clases» sin importar demasiado cuál sea la etiqueta que se le adjudique a esa «clase», que puede ser cualquiera de las mencionadas.

Esta es una clara regresión a la época en que las diferentes tribus luchaban entre sí a mazazo limpio en la prehistoria, y más adelante con lanzas, arcos y flechas.

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Gabriel Boragina

Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas. Egresado de ESEADE (Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas). Fundador, Director, Editor y Redactor de la revista de divulgación académica Acción Humana.