Los progenitores de la pesada herencia

«Una tormenta en ciernes se avecina y nadie reacciona.» —Alberto Medina Méndez.

El escenario económico de corto plazo parece sereno, pero nadie duda que el futuro no tan lejano es muy complejo y altamente peligroso. Mientras tanto, los políticos juegan al poder y la ciudadanía prefiere mirar para el costado creyendo que eso evitará el predecible desenlace.

Ningún analista económico serio prevé hoy, en sus proyecciones económicas, un horizonte optimista de crecimiento razonable, recuperación significativa y desarrollo sustentable para este bendito país. Esas acertadas percepciones de los especialistas plantean que, efectivamente, el panorama se presenta con malos síntomas, datos concretos preocupantes y un cóctel de cuestiones estructurales pendientes que no ceden y que se agravan cotidianamente.

Pese a anunciar los riesgos, los operadores del sistema no parecen tomar nota de los comentarios con información fehaciente ni de los permanentes señalamientos sobre múltiples decisiones erróneas que se tomaron hasta aquí. No se trata de una actitud meramente obstinada y terca. La inmensa mayoría de ellos saben hacia dónde se encamina este recorrido pero no están dispuestos a interferir, de manera alguna, ante ese trágico derrotero. Saben muy bien que no existe nación alguna que, con esta insólita fórmula, haya sorteado una profunda crisis y mucho menos haya logrado encontrar el camino al éxito con este tipo de retorcidas políticas.

El nivel de endeudamiento externo e interno, los vencimientos previstos para los años venideros, los antecedentes de incumplimiento internacional, el gasto estatal desbordado, una presión impositiva impagable, miles de regulaciones y una legislación laboral hostil con las inversiones, son sólo algunos de los ingredientes de una bomba de tiempo cuyo reloj se escucha.

 

 
Este rumbo tiene, de continuar sin modificaciones, un ineludible destino: el de un nuevo crack financiero con derivaciones económicas significativas e imposibles de calcular. El impacto puede ser realmente muy considerable. Los intentos actuales y también los futuros sólo se concentran en postergar el estallido. Las políticas actuales van en esa dirección y pretenden dilatar aquello que inexorablemente sucederá si no se hace algo drástico ahora. Ya ni siquiera es una alternativa minimizar el daño de un eventual trance económico de dimensiones relevantes, porque el esquema de posponerlo hasta el infinito sólo agiganta el tamaño de las dificultades y sus secuelas.

El mejor argumento de una ciudadanía cándida para refutar pronósticos es apelar a frases como “siempre que llovió, paró” o “la esperanza es lo último que se pierde”, que tienen más de resignación y fe que de sentido común. Otros van mucho más lejos y optan por descalificar a los vaticinadores de lo obvio, señalando a los mensajeros como personajes agoreros y frustrados que solo atinan a “tirar mala onda” y no ayudan en esta difícil coyuntura. Los más básicos prefieren ampararse en la lógica que sostiene que de las situaciones más desafiantes se sale con esfuerzo y trabajo, como si acelerar la velocidad antes del impacto y sin cambiar el rumbo pudiera evitar lo peor.

Un liderazgo político con mayúsculas podría torcer el curso de los acontecimientos, pero en estas tierras hace al menos dos siglos que esos héroes no aparecen ni por casualidad. Los dirigentes contemporáneos y los que pudieron hacerlo en el pasado reciente dilapidaron todas las chances de resolverlo cuando era mucho más sencillo que ahora. Algunos podrían haberlo conseguido pero no tuvieron el apoyo suficiente, o el coraje imprescindible para intentarlo. Otros no tenían idea alguna y sus visiones sólo contribuyeron a empeorar la situación original.

La “pesada herencia” ha sido siempre la principal herramienta para justificar los fracasos posteriores de casi todos los mandatos. Esta vez no fue la excepción y nuevamente han utilizado esta trillada muletilla.

En estos meses se viene gestando una nueva versión de lo mismo, porque al finalizar el actual ciclo político, los que vengan o inclusive los mismos si es que continúan, tendrán que lidiar con un legado apabullante. No es que todo esté perdido. Este sofisticado dilema tiene una salida sacrificada pero posible. Aún es probable maniobrar y eludir la inminente colisión, pero ni la política ni la sociedad están dispuestas a hacer lo necesario para lograrlo. Prefieren creer en la ilusión de la solución mágica.

La gente tiene en sus manos la decisión de salir de este cauce. La política también y podría hacerlo aún sin un consentimiento cívico explícito, pero nada hace pensar que alguien esté dispuesto a adelantar el sufrimiento. Aún los más informados y hasta los que han tenido acceso a una educación superior, tampoco quieren mover un dedo, y en el fondo, con idéntico infantilismo, esperan la aparición de un milagro para que todo siga igual.

Va siendo hora de hacerse cargo. Los pronosticadores no son ni siquiera una parte del problema. Los progenitores de esta debacle en proceso son los ciudadanos que se hacen los distraídos y los políticos pusilánimes.

Las circunstancias de hoy son el producto de las malas decisiones y lo que ocurrirá será lo esperable luego de tantos desaciertos consecutivos e infinitas advertencias. Pero también es lo que inevitablemente sucederá por la inacción de los que pueden hacer y por la apatía de una sociedad inmadura.

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Alberto Medina Méndez

Periodista. Consultor en Comunicación. Presidente de la Fundación Club de la Libertad (provincia de Corrientes). Liberal libertario, defensor de los derechos individuales y los mercados libres.