Una economía atada a lo electoral: En un año clave, el oficialismo no quiere malas noticias
Desde aquella frase que se popularizó en una campaña presidencial americana, que recordaba a todos que “es la economía, estúpido”, la mayoría de los observadores cree en la infalibilidad de esa mirada. Es cierto que muchas veces tal consigna fue determinante y los votantes apoyaban o abandonaban efectivamente a los candidatos en la medida que los indicadores positivos o negativos se traducían en números palpables.
Pero esa percepción ofrece varias excepciones a lo largo de la historia del mundo, inclusive en estas latitudes. Un resultado en las urnas siempre tiene diversos condimentos y es difícil ser tan absoluto con estas proyecciones. La verdad es que esa posibilidad de alternancia siempre depende mucho de la calidad y de la variedad de las opciones que dispone la sociedad para reemplazar a los que eventualmente detentan el poder.
De todos modos, es innegable la influencia que puede tener el funcionamiento general de la economía en un proceso electoral, incluso en casos donde no es el factor preponderante que desnivela la balanza. Es por esa razón que en un año tan especial como el actual, los máximos referentes del gobierno están concentrados en asegurarse que los “ruidos” económicos no aparezcan, al menos hasta después de los comicios. Ellos saben muy bien que cualquier tropiezo o turbulencia de cierta magnitud podría influir fuertemente en un electorado hipersensible que ha sido muy castigado el año pasado y que intenta reponerse paulatinamente.
Hoy los máximos especialistas del oficialismo se encuentran concentrados en utilizar todo el arsenal a su alcance en materia de política fiscal y monetaria para asegurarse un blindaje que garantice una tregua razonable. Tienen plena conciencia de que esos “paños fríos” no resuelven absolutamente nada, que se apoyan en los temores electorales y que sólo conseguirán mitigar sus efectos adversos, disimulándolos por algún tiempo. Mientras tanto, los opositores están al acecho y apuestan a que cualquier “error no forzado” abra paso a un nuevo temblor y que ese evento potencie y exacerbe el latente rechazo que tienen hoy las figuras del gobierno.
Así las cosas, la sociedad está espiando la realidad, agazapada y esperando que nada se complique demasiado, que todo transite dentro de cierta piadosa calma y que no descarrilen en este trance tan complejo. Los analistas más optimistas suponen que si todo funciona aceptablemente bien, el país recorrerá una meseta sin grandes novedades. La mayor ambición, en ese patético contexto, está cifrada en que no explote nada.
La gravedad de esta descripción es que una vez más la política ha subordinado a la economía a sus espurios intereses. A los dirigentes sólo les importa ganar las elecciones y esta visión no hace distinciones entre bandos. El inmenso poder estatal, la creciente injerencia de los gobiernos en la administración de la economía y la abusiva dinámica con la que se manejan sin escrúpulo alguno, han dado pie a este perverso e interminable círculo.
Los representantes del pueblo elegidos dentro del sistema democrático, gracias a todos los exabruptos del pasado y al perfeccionamiento de las herramientas del presente, hoy pueden manipular a gusto casi todo. Claro que sólo pueden conseguir unos pocos artificios de corto plazo porque en economía, como en tantos otros ámbitos, se puede hacer casi cualquier cosa, pero no se pueden eludir indefinidamente las consecuencias. Lo trascendente, lo que nadie parece percibir –y si lo hacen, prefieren pasarlo por alto– es que la ciudadanía está en manos de una clase dirigente que privilegia sus propias preocupaciones por sobre las de sus representados.
En economía, las tragedias no vienen de la mano de los cimbronazos repentinos o las circunstanciales crisis, ya que la mayoría de ellas ponen las cosas en su lugar y hacen correcciones necesarias a distorsiones previas. Justamente lo que sucede es que los problemas que finalmente se exteriorizan cuando estallan, provienen de una secuencia de alteraciones que las políticas publicas intervencionistas han construido durante décadas.
Lo que ahora se sufre es el esperable corolario de las inocultables torpezas del pasado reciente, y la predecible secuela de un largo derrotero de errores acumulados, muchos de ellos totalmente evitables. Cuando la política decide como hoy sobre la economía y la maneja a discreción, solo consigue dilatar los inexorables desenlaces, con el riesgo adicional de incrementar la dimensión de su impacto original.
Jugar con fuego nunca es gratis. Creer en la idea de que con fatuos ardides se pueden solucionar cuestiones estructurales graves, es pecar de ingenuidad y de una ignorancia histórica inadmisible a estas alturas. Esta nueva ficción que se propone en este año tan particular, implica postergar temporalmente las derivaciones lógicas de lo que se ha decidido deliberadamente no resolver ahora mismo y posponer indefinidamente.
A no creerse el cuento de la estabilidad eterna. Si un problema no se resuelve operando sobre sus causas, minimizar sus efectos es solo un recurso para ganar tiempo, pero no para solucionar aquello que lo ha generado.

Periodista. Consultor en Comunicación. Presidente de la Fundación Club de la Libertad (provincia de Corrientes). Liberal libertario, defensor de los derechos individuales y los mercados libres.
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