Un país gobernado por demasiados perversos

Quienes implementan las peores canalladas de la cotidianeidad, no lo hacen sin querer. Su cinismo es de tal magnitud que hasta se animan a simular situaciones en las que sus determinaciones aparecen como involuntarias. Ellos seleccionan las opciones más descartables, siendo que disponen de un amplio menú con variantes sustancialmente mejores. No es cierto que solo hacen lo que pueden. Realmente, hacen lo que quieren hacer.

La mayor de las hipocresías ha sido intentar responsabilizar a la ciudadanía de esas circunstancias inaceptables. Los miserables no solo deciden muy mal, sino que pretenden que la gente crea que eso es culpa de todos. Han desarrollado una retorcida teoría que les posibilita justificarse ampliamente con total impunidad. La han diseñado muy profesionalmente para que sea verosímil y todos adhieran a esos rebuscados razonamientos.

La especialidad de los miserables es convencer a las masas haciendo gala de los talentos necesarios para que sean muchos los incautos que aceptan dócilmente sus ideas, tomándolas como propias y replicándolas como verdaderas. Deben explicar los motivos de cada decisión, y dada la profunda malicia de sus procedimientos, han aprendido a encontrar una excelente argumentación que se ajuste exactamente a cada despropósito que llevan diariamente a cabo.

Cuentan con la eterna mansedumbre de una sociedad abatida por sus reiteradas derrotas cívicas, que ha sido amedrentada sistemáticamente en cada ocasión en la que alguien se animó a alzar la voz tímidamente. A muchos les parece exagerada esta descripción, por lo que prefieren ser benévolos y condescendientes con quienes se ocupan con ahínco de hacer los peores de los méritos para no ser dignos de elogios que valgan la pena.

Nuevamente, confirmando esta tesis, apelarán a sus enredos de rutina: dirán que ellos son simples víctimas del desprestigio, o que son personas sacrificadas que resignan sus exitosas carreras en la actividad privada para meterse en el lodo de la política. Su vocación de cambio los convoca a esa patriada. Atacan a sus detractores diciendo que la antipolítica no es el camino y que esta actividad es la única capaz de lograr transformaciones para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Repiten su cantinela sin descanso, pero no pueden exhibir ninguna demostración empírica que avale su afirmación.

Lo que jamás dirán a cara descubierta lo que hacen en las sombras. La nómina de barbaridades es interminable pero tal vez sea saludable poner los puntos sobre las íes y recordar sus aberraciones más tradicionales.

Los triunfadores de las elecciones, sin importar el color, llegan al poder para saquearlo. Se apropian del Estado como si les perteneciera. Usan los recursos estatales como si fueran parte de su patrimonio personal, con total discrecionalidad, y lo distribuyen cumpliendo un puñado de formalidades. Jamás renuncian a los privilegios de su casta. Explotan cada mínimo resquicio que la normativa vigente les habilita. No sólo usan esas ventajas, sino que abusan de ellas hasta el límite máximo sin siquiera sonrojarse.

Designan ineptos, acomodan amigos, toleran a los mediocres y a los holgazanes, amañan licitaciones para favorecer a los propios, financian sus ejércitos de militantes y la lista sigue así casi hasta el infinito.

No sólo los políticos despliegan así sus artes. Varias corporaciones que funcionan como satélites perfectos se suman a esta patética parodia. No es posible actuar en soledad y lograr tantos dislates sin cómplices orgánicos. También las otras corporaciones hacen lo suyo y de un modo igualmente desprolijo y criticable:

  • La justicia, los sindicatos, el empresariado y los medios de comunicación tienen su importante cuota de responsabilidad.
  • Los jueces que se hacen los distraídos y administran los expedientes en base a sus eventuales conveniencias, siendo más duros con unos que con otros de acuerdo a sus parámetros subjetivos, sin merecer respeto alguno.
  • Los gremialistas resentidos que recurren a métodos extorsivos para lograr sus cuestionables “conquistas”, esos que dejan sin educación a los niños o atentan contra la libre circulación de trabajadores para pulsear indiscriminadamente, tampoco son exponentes de una sociedad civilizada.
  • Los periodistas que ocultan la verdad premeditadamente, que no explicitan sus intereses, o que “operan” manipulando información favoreciendo a los poderosos de turno, no son la excepción a la regla y no son un modelo.

La grilla de protagonistas supera esta reducida aproximación. Es clave comprender que este linaje que hoy conduce el país no representa ni siquiera a la media de la sociedad. Los ciudadanos de a pie claro que tienen defectos, pero la dirigencia actual es su peor versión y no su promedio.

La batalla que viene por delante requiere de una inteligencia equivalente a la de los perversos. No se pueden ganar estas partidas de ajedrez si no se entiende la lógica del adversario y se comprende la esencia de su dinámica. Desarmar cada uno de los intrincados procedimientos que han instaurado con dedicación no será una tarea sencilla, pero presentar este desafío como imposible sería un error estratégico letal que no se debe cometer.

Subestimar semejante esfuerzo también seria pecar de ingenuidad y ese sería otro error infantil para el cual tampoco hay margen. Hay mucho por hacer. Revertir este esquema enquistado puede requerir de una voluntad y una organización que hasta ahora no asoma. Puede sonar a poco, pero dejar de endiosar a los más perversos y de rendirles pleitesía es un enorme primer paso, porque sin este imprescindible peldaño, los otros serán una utopía cada vez más lejana.

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Alberto Medina Méndez

Periodista. Consultor en Comunicación. Presidente de la Fundación Club de la Libertad (provincia de Corrientes). Liberal libertario, defensor de los derechos individuales y los mercados libres.