Invertir es una condición vital para el desarrollo
Para quienes piensan que debatir ideas es solo un ejercicio intelectual inocuo y que no tiene impacto alguno en lo cotidiano, ha llegado el momento de confrontarlos con la más cruda realidad y refutando esas aseveraciones. Las visiones demostradamente equivocadas, esas que la evidencia empírica explicita en forma tangible, repletas de insólitas falacias y siempre sesgadas con anteojeras ideológicas, traen consecuencias directas e indisimulables.
Las políticas públicas que se aplican bajo el paraguas de creencias fallidas, inexorablemente tropiezan y se encuentran con el mundo real, ese que se encarga de desmantelar cualquier alquimia sin soporte suficiente. Durante décadas los académicos del falso progresismo han sostenido que el motor de la economía es el consumo. Ellos solo se han detenido a observar las consecuencias y no las causas, confundiendo unas con otras. Afirman que una sociedad que gasta mucho logra un enorme crecimiento y han caído en la trampa del superficial análisis que considera que la característica central de una comunidad pujante es que todos consumen.
Las naciones que han logrado desarrollarse de un modo sustentable, lo han conseguido en base a la acumulación de capital y ese fenómeno evolutivo construye un clima de negocios fabuloso que moviliza la inversión. Mientras la clase política y la gente en general sigan vociferando que los empresarios son sus enemigos, que los ricos son detestables y que el capital es su acérrimo adversario, nada bueno sucederá por estas latitudes.
Habrá que despojarse de los absurdos prejuicios, abandonar el resentimiento crónico hacia quienes más tienen y comenzar a comprender que hay que seducirlos para que inviertan su dinero aquí y no en otra parte. Ellos siempre tendrán la chance de sacar el dinero del país, podrán tomarse el tiempo y hasta perder dinero, pero jamás serán obligados a hacer lo que no desean. Quienes imaginan que pueden presionar hasta el infinito están profundamente equivocados y conseguirán sólo efectos indeseados.
Quienes pueden contribuir concretamente con el progreso no depositarán en estas tierras –ya sea a punta de pistola o con el uso de la fuerza estatal– su confianza, sus ahorros y el fruto del trabajo de toda su vida. Si ellos deciden mirar hacia otros horizontes, si todo el tiempo buscan el modo de huir de las garras de los saqueadores o simplemente tratan de salvaguardar su patrimonio poniéndolo lejos del alcance de los burócratas depredadores, no se puede esperar que la inercia presente se modifique.
No existe un plan económico que pueda ser exitoso si se insiste en esta simpática pero patética consigna que pretende distribuir esta miseria, repartiendo lo poco que aún queda y achicando persistentemente esa torta que se termina descuartizando a diario y reduciendo su tamaño.
El odio al capital tiene su correlato. Si se castiga sistemáticamente la acumulación con impuestos ridículos y se amenaza a todo lo ahorrado con regulaciones sorpresivas, no se puede esperar como contrapartida actitudes que no sean la búsqueda de diferentes modos de escaparse del dislate.
Los potenciales inversores, quienes tuvieron oportunamente el talento de producir riqueza suficiente como para encarar ahora nuevos proyectos, necesitan ser convocados con inteligencia y no burdamente expulsados.
Si no se quiere entender esto desde lo emotivo, al menos se debería comprender desde el pragmatismo que implica sumar a quienes son los únicos que pueden ofrecer puestos de empleo formal, consumo sostenible en el largo plazo y arrancar un circulo virtuoso ininterrumpido. Combatirlos no solo es inmoral, sino tremendamente impráctico y atenta contra los objetivos que declama toda la dirigencia. No se obliga a nadie a invertir lo propio, sino que se enamora brindando brillantes oportunidades.
A la actual gestión le falta exhibir esa arista del programa, si es que existe tal cosa. Por ahora solo han aparecido nuevas versiones del clásico zarpazo que se apropia de lo ajeno. En definitiva, un poco más de lo mismo y siempre en la dirección opuesta a lo que hoy resulta imprescindible.
Pretender alimentar el consumo de corto plazo repartiendo lo disponible y esquilmando con dureza a quienes pueden hacer la diferencia es un pésimo comienzo. Sin ellos no habrá posibilidad alguna de salir de este pozo. Los primeros liquidarán esa ventaja en poco tiempo; y los segundos, ante la contundencia de las señales, buscarán nuevos horizontes y se refugiarán en lo seguro, marginalizándose y actuando con más cautela que audacia.
Los países que crecen tienen normas que invitan a invertir, facilidades para lograr interesantes ganancias, un sistema tributario transparente y reglas de juego claras muy amigables con el mundo de los negocios.
Los síntomas contemporáneos son inapelables: locales sin alquilar, capacidad instalada ociosa, precios relativos alterados, bajo stock disponible y mercadería de mala calidad no parecen ser muy auspiciosos.
Si alguien aún supone que quienes pueden hacerlo invertirán aquí, con indicios visibles tan hostiles como ineficientes, pues tendrá que vivirlo en carne propia para convencerse de que no habrá desarrollo sin inversión.

Periodista. Consultor en Comunicación. Presidente de la Fundación Club de la Libertad (provincia de Corrientes). Liberal libertario, defensor de los derechos individuales y los mercados libres.
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