El falso dilema de la deuda estatal

Nadie puede poner en duda que el actual endeudamiento es excesivo y que su peso específico puede traer múltiples complicaciones financieras en el corto plazo, con derivaciones trascendentes para lo que viene después. Pero no menos tangible es que el oficialismo contemporáneo pretende agigantar su relevancia y dramatizar una suerte de “todo o nada” en el proceso de la negociación que está iniciándose para plantear su resolución.

Tampoco se puede ignorar con tanta superficialidad las colosales responsabilidades históricas, tanto de deudores como de acreedores en ese devenir. Enfatizar solamente en la dinámica reciente escondiendo los idas y vueltas de décadas atrás en esta materia es una absoluta canallada.

Claro que cada dirigente explota su época diseñando una creativa caricatura y brindándole su peculiar interpretación a los sucesos, omitiendo las culpas de su propio espacio político y magnificando hasta el hartazgo las ajenas. Este esquema es el clásico modo de hacer política en estas latitudes y no debería sorprender a nadie. Habla muy mal de los que están ahora y de los anteriores, pero sobre todo de una comunidad dispuesta a creer cualquier cosa que afirmen con grandilocuencia sus circunstanciales líderes.

Lo preocupante es que ese mediocre intento de manipular los hechos de una forma tan burda logre semejante éxito en académicos, intelectuales, economistas y periodistas que repiten mentiras por verdades sin sonrojarse. La economía depende de muchos factores y no solo de uno en especial. Algunos tienen una ponderación mayor que otros, pero considerar que la deuda es la clave del futuro es caer en una ridícula exageración.

Colocar este asunto en su justa dimensión es vital para el porvenir. Es obvio que hay que dedicarle tiempo e inteligencia a concebir un nuevo acuerdo razonable. Refinanciar, reformular, reperfilar o como quiera que deseen llamar a esta nueva etapa es un requisito para avanzar.

La confluencia de intereses compartidos ayudará a que esa tan temida negociación sea inexorablemente fructífera y es eso, y no otra cosa, lo que permite en esta instancia ser tan optimista respecto de la situación. No tendrá tanta gravitación en esta victoria el eventual talento de los protagonistas, sino la imperiosa necesidad de cerrar este tumultuoso capítulo para enfocar la mirada en lo verdaderamente prioritario.

El endeudamiento, en este tipo de naciones, no ha sido una determinación relacionada a la inversión en infraestructura para el desarrollo, ni para financiar complejas reformas estructurales que llevarían lapsos prolongados de adaptación sistémica, sino que ha sido solo para transitar coyunturas.

La pretendida lógica que la política doméstica busca atribuirle al Estado tomador de deuda, comparándolo con el sector privado, es un ataque al sentido común y una demostración empírica de la deshonestidad intelectual de los argumentadores, que usan lo que sea para justificar esta herramienta.

Un individuo o una empresa que decide pedir un crédito ofrece en garantía su patrimonio, toma un riesgo intransferible con su capital propio comprometiendo no solo su sacrificio, sino también su futuro en esa movida. Cuando los gobiernos recurren a esta posibilidad, les endosan a las generaciones venideras –que no pueden siquiera opinar– gran parte del costo y disfrute que gozarán en el presente aquellos que deciden tomar deuda. Es una decisión sin ética alguna y cuestionable por donde se mire.

En estos próximos meses, los ciudadanos asistirán a una nueva parodia de esta sátira donde los gobernantes pretenderán convencer a la sociedad de que todo depende íntegramente de cómo se resuelva este desafío. Prepararán las condiciones ideales para luego darle un significado irreal a ese festejo que están elucubrando. Necesitan imperiosamente edificar una épica y desean fervorosamente mostrarse consiguiendo un logro magnífico.

Lo cierto es que ese trato particular podrá ser mejor o peor, pero seguramente se resolverá en la dirección prevista. La única razón de ese triunfo es que nadie se beneficia con un fracaso en estas conversaciones. Vale la pena insistir en esta idea. Nadie dice que no sea importante, pero el país depende mucho más de su capacidad de producir competitivamente, de comerciar internacionalmente integrándose al mundo y de multiplicar sus oportunidades, que de este falso dilema de la deuda estatal. Y es allí donde radican las mayores preocupaciones sobre la economía. Los parches conocidos hasta aquí, opinables todos ellos, no conforman un plan que concentre energías en la creación de riqueza sino en la distribución de lo existente, mecanismo que jamás trae consigo resultados positivos.

Una nación obsesionada en repartir más que en producir, no tiene otro destino que el de achicar progresivamente ese prorrateo, como ha ocurrido –con escasas excepciones– a lo largo de las últimas décadas de estancamiento permanente, recesión cíclica y desorientación conceptual.

Lo de la deuda es un mero trance, un trámite con complejidades diversas, pero trámite al fin. Lo que resta conocer es cómo creen que “multiplicarán los panes”, porque sin ese programa serio y bien pensado, nada será sustentable y muy pronto los ridículos festejos demostrarán su ineficacia.

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Alberto Medina Méndez

Periodista. Consultor en Comunicación. Presidente de la Fundación Club de la Libertad (provincia de Corrientes). Liberal libertario, defensor de los derechos individuales y los mercados libres.